Opinión


25/03/24

Enrique Álvarez

  1. Hijos pródigos, regresad

    Apenas hay un pasaje más bello en los Evangelios que la parábola del hijo pródigo. Conmovedora fábula sobre la naturaleza paternal de Dios, sobre el poder de la misericordia divina, pero también sobre el valor del arrepentimiento. Todo empieza con el arrepentimiento del hijo perdis, el joven que quiso ir por libre y acabó en la miseria absoluta. Todo empieza, diría yo, con la memoria. Si ese hijo no hubiera conservado el recuerdo de lo bien que vivía en la casa de su padre y de lo bueno que era éste, nunca hubiera dado el paso de volver. 

    Y es que la memoria es cosa muy importante. En los agobios y angustias del presente, nos conviene mucho recordar lo que teníamos en el pasado y lo que perdimos. Ahora que vemos derrumbarse el mito del eterno progreso de la historia hacia la libertad  (esa idea hegeliana, iluminista, atrozmente falsa), es hora de que nos planteemos cómo hacer para salir de esta situación en la que, todos hijos pródigos, el progresismo ha terminado por conducirnos a una inmensa y global zahúrda en que sólo nos queda alimentarnos de las algarrobas que dejan los puercos.

    Claro que no todo el mundo da por hecho el derrumbamiento de ese mito. En España y en la mayor parte de Europa el discurso oficial sigue asegurando que la historia progresa adecuadamente, que hoy estamos mejor que ayer pero no tan bien como mañana, y que el futuro, si esto sigue así, si las fuerzas reaccionarias no lo impiden, acabará siendo un paraíso donde, además de comodidades materiales sin cuento, gozaremos de niveles altísimos de igualdad, libertad y solidaridad. 

    No es esa la percepción que tiene el ciudadano común, para quien todo tiende más bien a empeorar. No sólo el bienestar económico está lejos de garantizarse, sino que la amenaza de guerras y conflictos devastadores entre las potencias se vuelve cada día más verosímil, y, quizá lo peor todo, el mundo se deshumaniza a pasos agigantados: las ciudades se superpueblan y se hacen inhabitables, mientras los campos quedan desiertos; tener hijos y formar una familia se convierte en heroicidad; el trabajo se mecaniza tanto que el trato y la atención personal resultan una rareza; el único talento que se cotiza objetivamente es el comercial: solo cuenta ya el que sabe vender o venderse; el arte de la mentira y la seducción ha desplazado por completo al valor de la autenticidad. Y, para colmo, lo comercial es lo uniforme: las modas nos unifican, nos hacen iguales en la mayor parte del mundo. Lo expresaba muy bien, con sorna involuntaria, un buen hombre encuestado en este periódico con motivo de la celebración del 8 de marzo. Era el día de la igualdad, y la igualdad para él, así lo dijo, “es la felicidad”. En esas estamos: conseguir que, a base de palabras sacrosantas como esa, igualdad, la buena gente se autoengañe, se conforme y sea feliz.

    El progreso era esto y hoy lo sabemos muchos: un mero eslogan, o más exactamente, un repertorio de eslóganes, de frases mágicas, de falsedades que funcionan por el mecanismo de la asociación de ideas. De entrada, la gente identificaría, por ejemplo, progreso con autopistas, con implantes dentales, con protección a los niños y a las mujeres, lo cual es correcto. Pero la izquierda hoy dominante ha sabido ponerle a la gente una hábil trampa: progreso equivale a progresismo: progreso -es decir, autopistas, implantes, protección a niños y mujeres, etcétera- es Pedro Sánchez, o sea, pensamiento único, manipulación continua, exclusión total del adversario.

    El progreso no es lineal, el progresismo sí. El sabio se da cuenta de que hay un tiempo para avanzar y un tiempo para retroceder. El progre, en cambio, ignora eso. Le ciega su soberbia, su apego a la utopía, algo siempre patológico y, en la hora actual, terrible. Ahora estamos en el tiempo de retroceder. Las personas sensatas saben que hay que parar este tren velocísimo de la modernidad sin freno. Algunas de ellas lo creen imposible y se resignan. Otras creen que no hay que cambiar nada sino sólo elegir políticos mejores, más honestos. Pero no: parar ese tren desenfrenado exige mucho más, exige destruir muchos mitos y clichés. Exige cambiar ideas equivocadas, y no sólo personas. Pero exige, ante todo, no olvidar, recordar.

    El hijo pródigo no sólo se acuerda de que su padre era bueno y tenía bienes materiales. Se acuerda también de que en su casa había un orden, unos valores y una libertad real que él despreció y cambió por otras cosas, otras libertades ilusorias que lo llevaron finalmente a apacentar puercos. Y decide volver, decide reaccionar.

    Ese es hoy el deber del ciudadano digno: no transigir con todo lo que se llama progreso, luchar por todo lo que un día fue bueno y bello y se perdió. Aunque parezca inútil esa lucha. Luchar aunque sólo sea por fidelidad, por mera estética.