Opinión
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El Paseillo
La fiesta evoluciona no sin sentir los contratiempos de las épocas, como la hizo evolucionar Belmonte con su temple, quietud y su apasionada forma de sentir el toreo. Y eso que Belmonte no la cogió inocente en temas amorosos, pues ya tiempo atrás había sentido el alago de verse deseada por dos jóvenes de afición desmedida; uno que antes de empezar a leer aprendía a hacer capas y muletas, poseía gran elegancia rasgos un notable parecido romano, otro que dejo la brocha de empapelador por la espada con la que sería una de sus señas de identidad sin límites, a uno por cuna cordobesa y dignidad en su arte lo eligieron califa, al otro por su piel aceitunada y su prominente fortaleza le llamaron el negro; uno Lagartijo, el otro Frascuelo y ambos partieron en dos las aficiones de España por primera vez.
Cuando con José y Juan la afición volvió a polarizarse y a enfrentarse ya doña Fiesta había evolucionado sobre todo por culpa de un señorito loco vasco italiano llamado Mazzantini, de exquisitos modales y fulminante estoque, que implanto el sorteo taurino en contra la oposición de un Guerrita todo poderoso y la férrea tradición ganadera que decía nones a lo que serían pares y blanco a lo que sería negro.
Por supuesto que no quedaría ahí la cosa pues, si no la cartera, el asunto del sorteo mermó el prestigio de los ganaderos llevando a los más sobresalientes a considerar la necesidad de constituir una asociación que defendiera a lo que estimaron sus derechos, y no fue, a veces, sino imposición de privilegios.
En 1905 nacía la hoy denominada Unión de Criadores de Reses de Lidia. Las exigencias de sus normas obligaron a la contestación de los coletudos que, encabezada por Bombita y Machaco, le pusieron el suyo dando origen al denominado pleito de los miuras. El de 1908 fue un tenso invierno cargado de amenazas y preocupaciones. Para los que pasan por la Historia a vuelapluma, todo como bien sabemos todos quedaría en la derrota de los matadores, obligados a echarse atrás ante el poder de los ganaderos y una opinión pública adversa, pero observada con más detenimiento, otro fue el resultado, que no hay que escarbar mucho en la letra pequeña para darse cuenta como los de la castañeta y las espigadas habían logrado arrancar a los señores ganaderos una salida negociada al asunto obligándoles a apearse de las muchas de las abusivas condiciones que antes del pleito estaban imponiendo. Fiesta menos unida a los ganaderos de los que sus biógrafos pretenden, ganó con ello, y aunque los trapos sucios se lavaron en casa y en apariencia todo seguía lo mismo, nunca más volverían a imponer su voluntad los del sombrero ancho y tratar de poseerla como si fuera una esclava.
Otro tema que le atañe a Fiesta en esta época era la influencia del sexo femenino, peineta mantilla y ojos embriagadores que pugnaban por trabar amistad con ella en las plazas y no podía hacerlo por aquel primer tercio victimario de caballos, fecales y destripados de revolver estómagos por ojos y nariz, la llevo a humanizarse cubriendo la famélica desnudez de los caballos con el peto. Como habría de cambiar Fiesta desde entonces, sin lugar a duda la mayor revolución y reforma de toda la historia tras la de Juan Belmonte.
Hubo luego otra reforma más íntima, más desapercibida por parte del público, pero de gran importancia para los castoreños y coletas, bueno más que una reforma fue una revolución sanitaria con la que se recortaba la crueldad de las curas de entonces; La penicilina del santo Fleming patrón de los toreros hacia desmonterado el paseíllo; Como se lo agradeció Fiesta; Con que pasión de madre, de novia, de hija que acuno entre sus brazos.
El moho milagroso de sir. Alexander vino hacerse presente en las plazas de toros después de acabada nuestra guerra civil, la última contienda fratricida que dejó a Fiesta como mujer española, dolida y compungida, tres años apartada casi al traje corto de los festivales o a vestir alamares de brillo patriótico.
La huella de la guerra le afilo los pómulos y le seco los y los campos, cuya esquilmación del ganado a punto estuvo de enviarla al otro mundo. A vida o muerte tuvieron que operarla suprimiéndole en drástica medida los artículos de su reglamento que limitaban la edad y peso de los toros y el número obligatorio de caballos aptos para picar. No hubo más remedio, si hasta a los amos les faltaba el pienso.
Pese a todo, para sobrevivir, nada más eficaz que la ilusión y esta le vino de un personaje espigado y serio llegado por el camino de la quietud y del temple, pisándole a los toros terrenos prohibidos hasta entonces, jugándose la vida tarde tras tarde por verla contenta y darle ánimos. Su empaque de junco inyectó ansias de vivir a una España destrozada y rota, volvió a reventar las plazas para ver a este monstruo llamado a ser Califa III del toreo, cuya concepción de la faena de muleta llevaría al verbo ligar, parar, templar y mandar estas eran sus reglas por antonomasia. La época manoletina no iba solo a devolverle la alegría, sino que iluminó su rostro con el sol de sus mejores años.
Fueron para ella unos tiempos muy felices hasta que una tarde aciaga en Linares que volviera a cubrir de luto y desamparo su pobre corazón.
En el transcurso de esta época maravillosa, Fiesta va a sufrir una innovación drástica en la trastienda de su negocio, José Flores Camará, un antiguo y opaco matador de toros cordobés ahijado de Joselito, posteriormente humilde empresario de festejos menores y ahora apoderado de Manolete saca de la buchaca las ideas y proyectos tantas veces oídos al menor de los gallos acerca de una nueva organización frustrada en Talavera del negocio taurino y fuertemente respaldado por su torero en el ruedo, se eleva de simple administrativo subalterno a todo poderoso director gerente, la figura del apoderado. Como en los ruedos con Belmonte, en los despachos de Tauro existe un antes y un después de Camará.
La época manoletina tuvo también sus lacras derivadas tanto de la falta de fuerza y trapío de las reses que menoscaba la suerte de varas y el tercio de quites y se centra en el último tercio, como del escandaloso afeitado practica nada nueva, pero generalizada ahora hasta el descaro de hacer sufrir a Fiesta, denuncias y contenciosos con la autoridad de los años cincuenta, donde Fiesta se ve embargada por el acoso de una nueva corriente de pretendientes que quieren volver al toreo, ya entonces toreando muy de perfil de espaldas al toro la cortejaban con ahínco y con valor antepuesto a la técnica.
Alardean los jóvenes arrimándose como desesperados y empeñados en alardear de valor por muchas que sean las veces que enseñen las suelas a los tendidos. Nace así el toreo tremendista.
El salto no obstante es irreversible y al llegar los años sesenta, Fiesta; emancipada y turística como nunca hasta entonces, se pone sus vaqueros y mueve el esqueleto cual chica ye-ye y se enamora perdidamente de un flequillo y con una sonrisa de pirata mitad gato montés mitad Beatle del ruedo, se convierte en el triunfador de las Españas para después convertirse en el último torero de la época e indiscutible amo de la década.
Salió de la nada, el torero de los pobres, el Ciclón de Palma del Rio. Huracán Benítez, “el pelos” o como quieran ustedes llamarle, el que acuño el término del kilo denominando así al millón de pesetas, Manuel Benítez el Cordobés representa la universalización de Fiesta, su último gran amor estable. Ojeda la enamora unos instantes y José Tomás aún está fomentando su idilio junto con otros muchos Ponce, Juli, Morante y un largo etc....
Hoy en día la fiesta sigue gozando de buena salud a pesar de sus años y de que algún sector social que se empeñan en masacrarla y hacerla desaparecer por medios nada democráticos, pero esa es otra historia.
Espero y deseo que la historia del genial matador de toros Paquiro, quien tanto aportó a la fiesta taurina y a la tradición del Paseíllo, haya sido de vuestro agrado.
Un saludo taurino.