Opinión


21/11/22

Enrique Álvarez

  1. Francisco II, o el cisma que viene (una fantasía)

    Corre el mes de junio de 2025. El papa Francisco, dos años después del fallecimiento de Benedicto XVI, y a ejemplo de éste, decide abdicar ante el avance irremisible de sus achaques seniles. En el cónclave celebrado en los primeros días de julio, la mayoría de cardenales, formada por progresistas y moderados, en buena parte creados por el actual papa, elige como nuevo pontífice al cardenal Hollerich, arzobispo de Luxemburgo y presidente de la comisión de las conferencias episcopales de Europa.

    Hollerich se pone el nombre de Francisco II. En su primera comparecencia, evoca la figura de San Juan Pablo II al citar aquelle frase inaugural de su pontificado: “No tengáis miedo”. Pero el miedo al que él se refiere es el miedo al cambio, el miedo al porvenir, el miedo a los signos de los tiempos que nos llaman a buscar a Dios no en el pasado muerto sino en el futuro vivo.

    La crisis en la Iglesia católica, en ese año de gracia de 2025, es galopante, y la caída de las vocaciones, el vaciamiento de las órdenes religiosas y la disminución de la práctica sacramental alcanzan cifras tan escandalosas, que Francisco II cree necesario actuar sin tardanza. Desoye las propuestas de convocar un tercer concilio vaticano, e incluso la de poner en marcha un nuevo sínodo, que requerirían procedimientos de larga andadura. La gravedad de la crisis, manifestada también en la rebeldía de muchas diócesis y conferencias episcopales contra el inmovilismo de Roma, requiere actuaciones de gran urgencia. Se impone buscar remedios ágiles y eficaces para hacer frente a la vía de agua que amenaza con hundir para siempre la barca de Pedro.

    El Catecismo de la Renovación Católica: tal es el nombre del instrumento al que Francisco II recurre para devolver a los fieles la esperanza de una Iglesia agonizante. No reformar para dividir, como Lutero, sino renovar para unir, como los santos. A comienzos de septiembre se crea ya la comisión que redactará ese nuevo catecismo, y la noticia es recibida con elogio casi unánime en los medios de todo el mundo occidental. Esa comisión o equipo está formado por tres teólogos, tres teólogas, tres religiosos, tres religiosas y doce laicos de distinta profesión, procedencia y género, que incluye un mínimo de dos personas de origen africano y dos más de otras etnias, así como dos jóvenes menores de 25 años.

    La comisión elabora un texto de nuevo catecismo, que se empieza a filtrar a mediados de noviembre, con polémica y adhesiones a partes iguales, y que, tras un proceso de consultas a distintos órganos vaticanos, finalmente es aprobado por el papa el día de Pascua de 2026. El texto no es largo, por cuanto se remite en muchos de sus apartados a lo establecido en el catecismo de Juan Pablo II, pero sus innovaciones ocasionan enorme sensación y un auténtico tsunami de hipérboles periodísticas. Bajo el principio fundamental de que el Dios Amor del Evangelio es incompatible con toda rigidez y dogmatismo, y con las miras puestas en una iglesia siempre joven y para los jóvenes, el nuevo catecismo católico proclama el fin del celibato obligatorio, admite a las mujeres en plano de igualdad al orden sacerdotal y episcopal, considera el aborto como un pecado venial en función de las circunstancias de la embarazada, reconoce el derecho de los homosexuales a la bendición sacramental de su matrimonio, y proclama finalmente que la misión de la Iglesia no es mantener incólume un depósito de afirmaciones y de juicios sino ser fermento de caridad y fraternidad en todo el mundo, y en tal sentido considera superadas, cuando no abolidas, todas las diferencias teológicas que dieron lugar a la separación entre las distintas iglesias cristianas.

    Las voces críticas que ya venían oyéndose en los meses previos se incrementan con fuerza, pero son totalmente eclipsadas por el clamor mundial favorable a tan histórica revolución, refrendado además por el peso de los hechos. En apenas un año, los seminarios, ahora ya mixtos, comienzan a llenarse. La asistencia a los templos, ahora ya auténticos hogares de participación y cultura, recobra cifras nunca vistas desde mediados del siglo XX. Hasta en los confesionarios, casi siempre ocupados por mujeres, se forman colas otra vez. La religión parece haberse puesto de moda. La primavera de la Iglesia, que se había prometido el Concilio Vaticano II, ha venido, ahora sí, de verdad.

    Los partidarios del cristianismo tradicional se rasgan las vestiduras. Tienen libertad para expresar su rechazo, y así lo hacen donde pueden, pero todo parece inútil para ellos. El papa Hollerich no sólo tiene salud robusta sino que cuenta con el respaldo de una nueva curia plural y dinámica. Hay que esperar a enero de 2028 para que finalmente un grupo de cuarenta obispos, en su mayoría americanos y africanos, se atreva a proclamar que el Catecismo de la Renovación Católica es herético y que el papa que lo aprobó ha perdido su legitimidad. Su reacción comienza a recibir mayores respaldos y, finalmente, un colegio de diecinueve cardenales, ciento quince obispos y diez superiores de institutos religiosos, declaran depuesto a Francisco II y eligen al obispo de Astaná, Atanasio Schneider, como nuevo papa, con el nombre de Agustín I.

    Los medios de comunicación mundiales, al tiempo que celebran encantados tan audaz e interesante iniciativa, son casi unánimes en tildarla de cismática, y llaman fanáticos, irracionales y carcas, enemigos del Evangelio, a quienes la secundan. Éstos, por su parte, apelan a todos los bautizados a hacer pública proclamación de fidelidad a la Iglesia de siempre, la que va de Pedro a Benedicto XVI, pero su futuro es sombrío, porque al menos el noventa por ciento de las curas y curos son ya fieles al catecismo de Francisco II y expulsan de las iglesias y lugares de culto a los infieles. Éstos tienen al papa Hollerich por Anticristo. Y aquéllos califican al (anti)papa Schneider de Gran Caifás, y desde entonces los cristianos tradicionales son conocidos como caifases (por el rasgado de vestiduras).

    Entre tanto, sólo dos estados soberanos han proclamado su apoyo al nuevo papa: Polonia y Costa Rica, frente a los más de treinta que, con Canadá, Alemania y España a la cabeza, proclaman la adhesión más entusiasta al nuevo catecismo y al papado de Francisco II.