Opinión


31/08/23

Enrique Álvarez

  1. Chorizo de monja

    Ocurrió hace ochenta y siete años. La madre Apolonia Lizárraga, superiora de una congregación de Carmelitas de la Caridad, fue detenida en la Barcelona de los días del terror anarquista y, tras un breve paso por la famosa checa de San Elías, fue torturada y descuartizada viva por negarse a apostatar. Sus restos fueron dados a comer a los cerdos y, posteriormente, hecha la matanza, se anunció la venta de “chorizo de monja”. 

    Es sólo un caso entre tantos otros de persecución religiosa en la España de 1931-1938. Los hubo numerosos y atroces, y están documentados (no se trata meramente de tradiciones piadosas), pese a lo cual se habla poco de ellos. Fuera del eco que tienen en algunos medios católicos cuando es noticia el acto formal de una beatificación o canonización, se tiende a silenciar aquellas enormidades. Podrían dar mucho juego como tema literario y no digamos fílmico, pero curiosamente apenas hay novelas, películas ni series que traten de los horrores de la Guerra Civil en el lado republicano. Claro que en nuestro tiempo no tiene nada de particular que esto sea así, porque todos sabemos que la pregonada “memoria histórica” consiste en dar todo el relieve posible al levantamiento militar y a la represión posterior de la dictadura, y quitárselo en cambio a los conatos revolucionarios de la izquierda y a sus correspondientes acciones de puro terrorismo. 

    Lo que, en cambio, llama la atención, y rara vez se deja señalar, es que tampoco la derecha haya tenido nunca mucho interés en resaltar ni en sacar partido de ningún orden al hecho de los crímenes cometidos contra religiosos o contra simples ciudadanos que profesaban la fe católica. Es muy significativo el hecho de que durante los largos años del franquismo no se hicieran películas (en la democracia sí las hay) sobre asesinatos o matanzas de frailes o quemas de iglesias, con lo fácil y exitoso que entonces hubiera sido. Quienes cursamos el bachillerato todavía bajo el régimen de Franco, estábamos informados de que había existido una cruel persecución religiosa en la II República, pero sus detalles se nos ahorraban piadosamente. Pues resulta que los detalles son importantes.

    He dicho “piadosamente” por algo. Porque creo que el silenciamiento colectivo de aquellos crímenes respondía y responde a una voluntad muy cristiana de perdonar y olvidar. La Iglesia jerárquica ha querido, sí, reconocer a los mártires y, no sin rechazo de muchos medios de comunicación y partidos, ha llevado adelante numerosos procesos de canonización, pero estoy seguro de que una mayoría del pueblo cristiano hubiera preferido dejar el tema en paz para siempre, correr un tupido velo sobre hechos que tanto ennegrecen la condición humana.

    Pero, ¿de verdad lo cristiano en estos casos es olvidar (además de perdonar)? No lo creo así. Y la razón no es sólo la necesidad de contrarrestar el maniqueísmo de las leyes de la memoria historia, sino la obligación que tenemos de conocer la maldad que puede anidar en el corazón humano, porque esa maldad sigue presente y nos alecciona.

    Si nos dejamos llevar por esa fe, tan de moda hoy día, en la bondad natural del hombre, el buenismo, si pensamos que los más de 6.800 asesinatos de religiosos durante la Guerra Civil fueron hechos accidentales, fruto de unas circunstancias históricas muy específicas que hay que dar por amortizadas, corremos el riesgo de vivir en la superficie, de estar totalmente fuera de juego respecto a otros sucesos análogos, aunque menos atroces en apariencia, que están viniendo por sus pasos contados.

    Como escribió Donoso Cortés en 1851, “el hombre está condenado a recibir de las sombras la explicación de la luz, y de la luz la explicación de las sombras”. Si no queremos ver, por filantropía malentendida, o por pusilanimidad disfrazada de misericordia cristiana, el verdadero alcance del poder del odio y del mal en general, no estaremos en condiciones de construir una sociedad que sepa hacer frente a los peligros más reales.

    Cuando hace no muchos años leí “La España negra”, el formidable libro de José Gutiérrez Solana (1920), hice un descubrimiento asombroso: las matanzas de frailes y monjas, las quemas de iglesias y conventos, el rechazo feroz a la Iglesia, estaba ya prefigurado en ese libro. El odio y la aversión que el gran pintor y escritor cántabro (que no era precisamente un hombre de extracción humilde) trasluce hacia aquélla no deja lugar a dudas. Algo había en el ambiente de la España del primer tercio del siglo XX que incitaba a destruir la religión católica tal como era conocida (algo que desgraciadamente sigue ahí). Pero, a la vez, vi que la furia anticristiana de las masas no brotaba en puridad del pueblo sino que traía su origen en la labor de algunos “ilustrados” y artistas; algo que, por otra parte, ya nos había enseñado Dostoievski: que detrás del asesino material estaba siempre el asesino intelectual, el inductor,

    Y ya no me extrañó que en 1936 se hubieran hecho y se anunciaran a la venta chorizos de monja.