Opinión


26/12/21

Enrique Álvarez

  1. La Navidad, una cuestión de estética

    Hace no muchas fechas, cierta ministra de la Unión Europea -maltesa para más señas- instruyó a sus funcionarios para que no felicitaran la Navidad sino las fiestas, en general o en abstracto, a fin de no excluir a nadie con tan amable gesto. La noticia hizo ruido, causó algún escándalo y otros ministros más poderosos que aquella la obligaron a retirar su instrucción. Los órganos europeos pueden seguir, pues, recordando el nacimiento de Cristo en sus mensajes institucionales de esta temporada.

    El episodio, bastante insólito después de todo, ha hecho pensar a algunos que el agonizante cristianismo ha dado por una vez una muestra de reacción, ha obtenido al fin una pequeña victoria en nuestro continente. Yo no lo creo así. No sólo los islamistas siempre crecidos sino los laicistas cada vez más seguros en su cruzada contra la cruz, no van a dar un paso atrás. Su convicción de que Europa ha de ser un espacio neutral en materia de religión, donde lo público debe estar limpio de todo signo religioso, excepto si se trata de aquellas religiones que fueron perseguidas o minoritarias durante milenio y medio, esa convicción es irrebatible. Y ningún razonamiento les va a convencer de lo contrario. Así que esperarán a incrementar sus fuerzas y volverán a la carga contra la Navidad el año que viene, si Dios quiere.

    Es triste tener que reconocerlo, pero las cosas son así. Con meros razonamientos y discursos, confrontación de ideas y apelaciones a la evidencia histórica, no va a conseguirse nada. No hay peor ciego que el que no quiere ver, igual que no hay peor necio que el que no quiere razonar, el que se aferra a una única idea. Y esa idea única es que el cristianismo ya no tiene lugar en nuestras sociedades modernas, como no sea para inspirar lejanamente una ética social, de mucha igualdad y solidaridad. Llevar cuarenta debatiendo con laicistas ilustrados y con laicistas de a pie, me ha aportado sobre todo esta enseñanza: para ellos la religión cristiana, sea o no falsa (pudo ser verdadera en sus orígenes), está irremediablemente obsoleta y no les gusta. Y eso no tiene vuelta de hoja. Para ellos es algo rancio, viejuno. ¿Puede gustarle a alguien el hedor a viejo?

    Cuestión de gusto, pues, cuestión de estética. Pero seamos honestos. ¿Acaso puede dudarse de que el cristianismo que tenemos a la vista está estéticamente caduco, está alejado realmente de la belleza? Claro que no me refiero sólo a la fealdad de las templos modernos, a la ramplonería de los cantos y de la música en las misas actuales, a la pérdida del misterio en la liturgia. Me refiero a esa sensación que tiene cualquier persona de gusto que pisa una iglesia, en un funeral, por poner el caso más típico, y advierte en seguida que el Evangelio, es decir, la verdad eterna y perenne de que Cristo vino al mundo a redimirnos del pecado y del mal, está servida en unas ropajes que, por decirlo suavemente, son la expresión de lo efímero, de lo perecedero: la moda, lo moderno, lo actual. Pero si las modas están muy bien para el comercio y para el mundo, para la religión cristiana, que aspira por definición a vencer al mundo, o a trascenderlo, son un desastre, son la negación misma de lo que quieren predicar y transmitir.

    Sabemos dónde empezó este mal, y sabemos también que el mal se está agravando, porque las líneas pastorales que se nos marcan en el presente insisten en acercar aún más la liturgia al pueblo, hacerla más asequible, más familiar y más fácil. Como si la celebración litúrgica fuera cuestión de facilidad y no cuestión de emoción y descubrimiento. A la iglesia no se va a pasar un rato agradable, como se va a un centro cívico, sino a encontrarse con el misterio, a emocionarse con el misterio, a tener un atisbo de lo eterno, y a gustar de él, pero empezando por los sentidos, porque todo en el hombre todo empieza siempre por ellos. Cuánta gente sensible conozco que acabaría teniendo fe si la Iglesia recuperase su gusto por las formas bellas, por los ropajes nobles y graves, por todo aquello que nos habla de la inmutabilidad del bien y de la verdad. ¿Cuándo dejará de confundirse la sencillez con la banalidad y la facilonería?

    Cierto que de todo el calendario y patrimonio cristiano, la Navidad será lo último en caer, porque conserva el valor de las nostalgias infantiles, pero tampoco tardará en llegarle su hora porque las nuevas generaciones de niños, aunque canten todavía villancicos, ya no viven, no pueden vivir (nadie se la enseña) la emoción de contemplar a un niño pobre que nace de una mujer virgen y pobre, y un niño que, sin embargo, es el rey de todo el universo.

    Si enseñar el valor del despojamiento, de la austeridad, de la castidad (o llamémosla simplemente modestia), si enseñar el valor ejemplarizante de la abnegación del hombre Dios, no es un valor estético antes que ético, difícilmente salvaremos la Navidad ni salvaremos nada.

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