Opinión


08/08/25

Enrique Álvarez

  1. Una identidad cultural para Santander

    Aunque llevo cuarenta años viviendo en Cantabria, soy leonés por partida doble, con una porción de sangre asturiana, y, como tal, hay dos hechos que me avergüenzan cada vez más. Los vemos a menudo en los periódicos: de un lado, el gobierno asturiano avanza en su afán por oficializar el bable, y de otro, el movimiento por la autonomía leonesa (al que, por lo demás, me adhiero porque lo creo de toda justicia) reivindica el uso de un supuesto idioma lleunés. 

    Que nadie se ría de estas cosas. Van para adelante. Evidentemente, nunca arrinconarán al idioma español, pero llenarán de sandeces el paisaje cultural de ambas regiones. No importa que todos los expertos verdaderos nieguen el rango de lenguas a tales hablas. Son dialectos o variantes de un hipotético idioma medieval usado en los valles de Asturias, del norte de León y del suroeste cántabro, que no pudo ser otro que la forma particular de evolucionar el latín en el espacio del Reino Asturleonés. 

    Las sandeces a las que me refiero no son las meramente lingüísticas, porque a mí, personalmente, todas las lenguas me parecen bellas, incluso las inventadas (yo mismo elaboré una en mis años mozos). Me refiero a lo que mueve a quienes las propugnan, a ese afán de esgrimir un idioma propio, de imponerlo mediante el Boletín Oficial, para diferenciarnos de nuestros vecinos, por muy cercanos que estén. Ese afán, también, de humillar y empequeñecer el gran idioma común, la lengua de Cervantes y de Borges, que no oprime a nadie, que no expolia a nadie, que tan sólo une y hermana a tantos millones de hombres a ambos lados del Atlántico, por encima de todo nacionalismo y de todo tribalismo.

    Ese afán es ridículo, mezquino, vergonzoso, pero haremos mal, repito, en tomárnoslo a risa, porque la fuerza que lo impulsa está viva. Es la fuerza de esta neoizquierda española que ya no tiene razones para subsistir pero que subsiste, y no por inercia, qué va, sino por el espíritu mismo, inextinguible, de la negación, de la división y de la rebeldía contra algo que fue grande, magnífico, y que podría volver a serlo si la Providencia quisiera: el mundo hispánico: una lengua y una cultura católica (en el sentido de universal) que hermanaría a los hombres en valores que no son los del imperio anglosajón hoy dominante.

    ¿Y Cantabria, o Santander? ¿Qué puede hacer Santander frente al bablismo, frente el euskarismo, frente al lleunesismo, e incluso aún frente al anglismo invasor de escaparates y de toda cultura “cool”?

    Hace nueve años promoví, junto a Jesús Herrán, un manifiesto de escritores, profesores y personas varias de la ciudad en defensa del idioma español, de su cuidado, y de su “ecología”. Lo firmaron varios ilustres (otros no lo hicieron porque, al señalar al lenguaje inclusivo como una de las causas de la polución, temieron ensuciar su propia imagen progresista), se publicó en el Diario Montañés, y nos valió un escrito de felicitación y agradecimiento del presidente de la RAE (entonces Darío Villanueva). En ninguna otra capital de España se había visto cosa igual. ¡Santander, sin Facultad de Filología, empezaba a distinguirse en toda España por un arranque filológico!  Animado tras ello, me lancé a redactar un bando de Alcaldía y ofrecérselo al Ayuntamiento exhortando a los santanderinos a hacer buen empleo de esa riqueza infinita que tenemos en nuestro hermoso idioma, animando a nuestros comerciantes, publicistas y diseñadores culturales a darle siempre valor y a no sucumbir a las inútiles tontunas globalistas (y otras). Y lo importante no eran las exhortaciones en sí, sino las razones para hacer de Santander una cabeza de lanza del interés de los políticos por el español: Santander, o La Montaña, como patria de Menéndez Pelayo, Pereda, Concha Espina, Gerardo Diego, José Hierro, y como tierra ancestral de Quevedo, Lope de Vega, Calderón, Guevara, nada menos. Era seguro que, si ese bando insólito se hubiera publicado, la alcaldesa de Santander habría recibido en los medios nacionales los más fervientes parabienes, y hubiera dado un ejemplo a otras muchas ciudades que tal vez irían a secundarla. Pero a la alcaldesa aquello le sonó a chino. Los bandos municipales, que tanto gloria dieron gloria a Tierno Galván como alcalde de Madrid, al parecer habían caído en desuso. La ilusión de una valiente iniciativa oficial en pro del español quedó así en vía muerta.

    Recordé entonces unas palabras que el gran historiador bilbaíno Fernando García de Cortázar pronunció pocos años antes en la inauguración de la Feria del Libro de nuestra ciudad. Dijo que Santander representaba en el norte de España un gran bastión de la España fiel a sí misma y a los mejores valores de su historia. Ese bastión ya no existe. El auge de un regionalismo anacrónico (¡pero progresista, oiga!), por una parte, y el imperio de la pinza liberal globalista y woke, de otra, no dejan lugar a ninguna política que piense en Santander como un faro regenerador. Sería estupendo que Santander pusiera los ojos en aquellas palabras de García de Cortazar. Podría descubrirse así un ideal identitario digno de nuestra historia. Pero bien se echa de ver que el horno de los partidos de Cantabria no está para esos bollos.

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14/08/25

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