Opinión


17/06/22

Enrique Álvarez

  1. Una pesadilla llamada Isabel

    Si en algo podemos estar de acuerdo el noventa y nueve por ciento de los españoles, es en la sensación de que al país le falta desde hace demasiado tiempo una figura política que ilusione, que tenga carisma, que sea querida por muchos (y odiada también por muchos): un líder valioso de verdad. Líderes haylos, pero ninguno, tal vez desde Felipe González, que merezca devoción y admiración, como la merece un gran hombre.

    Sin embargo, desde hace cosa de año y medio parecer haber surgido alguien. Es mujer y se llama -¡tenía que llamarse así precisamente!- Isabel. Y es de derechas. Tal vez ella misma y su entorno lo nieguen, pero lo es, muy de derechas, aunque podríamos decir que del sector pijo, liberalio, no del tradicional, de aquella derecha conservadora, puritana y de sólidos fundamentos. 

    A la izquierda ha empezado a preocuparle mucho esta Isabel. No es que sea una política muy preparada: al lado de otras figuras emergentes, son notorias sus carencias culturales y de currículum, y si escarbas en ella probablemente te toparás con una mujer juveniloide y un tanto hebén; pero el hecho es que tiene pinta de representar un serio peligro para eso que nuestra izquierda llama la España del progreso. Ha logrado entusiasmar a mucha gente, conquistar la adhesión de numerosos votantes que nunca o rara vez lo fueron de su partido, y, sobre todo, demostrar que tiene esa virtud ya casi extinguida entre los políticos de derechas: la falta de complejos. Si a ello se le añade su humildad, que se manifiesta en algo tan decisivo (y tan raro) como el saber rodearse de asesores que saben más que ella, así como su realismo político, que la aleja de los llamados populistas, que propugnan soluciones incendiarias, la consecuencia viene a ser que en la palestra política española se está configurando un fenómeno, diríamos una “heroína antiprogre” que podría abrir una nueva etapa en que el país quedara privado por muy largo tiempo de las ventajas y delicias del psoecialismo.   

    Creo, sin embargo, que a la tal Isabel le falta todavía un factor clave para que su perfil de heroína antiprogre termine de conformarse. Es el factor espiritual. Para ser una lideresa carismática le ha venido muy bien esa especie de martirio o prueba de fuego a que la sometieron, primero la izquierda madrileña, que la acusó de favorecer la pandemia coronavírica, y luego los jefes de su propio partido, que enfermaron de envidia ante sus éxitos. Pero ni eso ni el haber salido indemne tras las acusaciones sobre un hermano logrero, bastan a hacer de ella la figura moralmente sólida que la nación española necesita para salir de su postración. Esa figura tendría que encarnar los mejores valores de nuestra historia, y esos valores tiene que ver, por supuesto, con el fermento católico, y no estoy hablando de una política a favor de los intereses terrenales de una determinada Iglesia sino de una política inspirada en la fe en Cristo y en su mensaje de universalismo y de fraternidad verdadera expresado en la cruz, sólo en la cruz (esa misma que, cada vez con más prisa, quieren quitar de aquí y de allá). 

     Pero quizá Isabel está en camino de ello. Recuerdo que en una entrevista suya, al comienzo de su gran escalada, declaró con orgullo que ella había perdido la fe -era agnóstica- desde los doce años. Es seguro que ahora ya no haría una declaración tan ingenua y arrogante (a los doce años nadie pierde la fe, se la roban), a juzgar al menos por las medidas que ha tomado o promete tomar como presidenta de la Comunidad de Madrid para que el cristianismo deje de ser descartado en el mundo educativo y en el de las fiestas populares. Quizá sus asesores le han dicho que unos gestos de restauración de lo católico pueden incrementar su número de votos.

    La pena es que unos cuantos gestos tampoco bastarían. La pesadilla de la izquierda sería que Isabel se hiciera verdaderamente católica, o que soñara como aquél con el signo de la cruz –“In hoc signum Vinces”-, porque entonces su figura sería inatacable. Como ángel exterminador, segaría de raíz las leyes aberrantes con que la-España-del-progreso ha querido distinguirse ante el mundo, y ya no habría partido incendiario a su derecha que frenara su camino hacia la mayoría absoluta, para levantar al fin a este viejo y noble país. Levantarlo esta vez ya sin complejos. Como no los tuvo aquella otra Isabel, la primera, cuando se lanzó a unificar España, y a combatir a la nobleza rebelde, y a promover de verdad la cultura y a propagar por el mundo el Evangelio de la fraternidad de todos los hombres.

    Y no es de creer que la España de 1460 estuviera mejor que la de 2022.