Opinión
Más artículos de Enrique Álvarez
- Una Iglesia que hiela el corazón
- Cuando las mujeres gobernaban el mundo
- La ira que vendrá
- Cultura: las ideas claras
- La indecencia intelectual
- Garabandal, ante las nuevas normas vaticanas sobre apariciones
- Cuando nadie quiere ser cura
- Una paradoja de nuestro tiempo
- Hijos pródigos, regresad
- Tienen ojos y no ven
- El calentamiento global llega a la Iglesia
- Tres mujeres de azul
- Unamuno estaba equivocado
- Doña Quijota de la Mancha
- Chorizo de monja
- El final del laberinto español
- La censura es mía
- ¿Es usted políticamente incorrecto?
- Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen
Arrepentirse es bello
Entre las muchas ideas erróneas que padecemos los hombres, y en especial los modernos, hay una que hasta ahora era sumamente frecuente y difícil, muy difícil de superar. Me refiero a la idea de que ser de izquierdas es estar en el lado bueno de la vida.
Cuando yo era pequeño, todos los niños creíamos en los Reyes Magos. Se trataba de un error, de una bella mentira, y todos los niños sin excepción dejaban de creer en ella antes de los ocho o nueve años. Cuando yo llegué a la adolescencia, a finales de los benditos años sesenta, no todos pero sí muchos, la mayoría de los chicos que yo conocía empezaban a creer en una cosa que primero llamaban rebeldía, luego democracia, después revolución y por último comunismo. Unos tardaban más que otros en tragarse esas ideas, pero al fin y al cabo una amplia mayoría se las tragaba. Yo también. Fue en el año 1974, en la Facultad de Derecho de Oviedo, cuando lo de Puig Antich y Monseñor Añoveros. En mi clase sólo había dos compañeros antifranquistas. Yo me uní a ellos. Anhelaba una democracia verdadera y una sociedad igualitaria. Exhibía por todas partes mi ejemplar de “Rayuela” y de “La forja de un rebelde”. Me volví yo también republicano y progresista.
El error me duró menos de un año. Tuve que ir a Madrid el curso siguiente a seguir la carrera en la Complutense para conocer de verdad a los progres. Aquellas asambleas tumultuarias, aquellos estudiantes por la Revolución, aquellos exaltados comunistas, trotskistas, maoístas, me abrieron los ojos. Comprobé en seguida que aquella muchachada no luchaba de veras por la libertad ni por la democracia. Aquella gente te vendía sólo ideas fanáticas para convertirte en masa borreguil, para hacerte instrumento de la lucha de clases y de una nueva dictadura, aunque fuera más justiciera que la que teníamos. Perdí toda mi fe en la izquierda. Pero los más de los jóvenes sí la conservaron. Claro que entonces se sabía poco del Gulag y del Khmer Rojo y de las atrocidades chinas y castristas. Y, cuando murió Franco y llegó la Transición y, tras el rápido hundimiento de la derecha franquista que la había propiciado, llegó el bello socialismo democrático, aquellos mismos jóvenes creyeron más que nunca que ser de izquierdas era estar en el lado bueno de la vida.
Han pasado muchas cosas desde entonces. El felipismo acabó teniendo más de corrupto que de reformista. El aznarismo no quitó la corrupción ni corrigió lo que debía corregirse. Entretanto había caído el sistema soviético y la izquierda mundial se quedó sin referente pero no sin ese impulso suyo para movilizar a las masas. Estaban surgiendo ya las fuerzas oscuras que sabrían orientarlo y capitalizarlo. Vino Zapatero y con él la izquierda española dejó de pensar en la justicia social para pensar en la justicia sexual. El progresismo mutó en eso: los derechos de bragueta. Con ellos Zapatero consoló a los españoles de la gran crisis económica que él no trajo pero sí potenció. Dejó el sitió al PP de Rajoy, que sometió al país a una cura de ayuno insensata y así fue como pudo resurgir una izquierda que, por un momento, hizo esperar a sus fieles que al fin iba a ocuparse, de verdad, de la justicia social y de los valores morales.
Tenía que venir Pedro Sánchez para consumar el gran desengaño. En España el socialismo del siglo XXI ha culminado en Pedro Sánchez. El progresismo del siglo XXI se llama Pedro Sánchez: la soberbia hecha poder tras fachada democrática, la nada hecha demagogia, la mentira hecha verbo, la amoralidad hecha presidente, la vaciedad política más absoluta hecha instinto de supervivencia. Todo eso se apellida Pedro Sánchez.
Los que desde hace largos años seguimos esperando que la gente de bien y con luces se dé cuenta de que el izquierdismo no es el lado bueno de la vida -como tampoco lo es el derechismo- creímos de verdad que en el año 2018, cuando a los podemitas ya se les había visto el plumero, se arrepintieran de una vez por todas de apoyar a los partidos sedicentes “de progreso” (el progreso que interesa a Gates y de Soros, entre otros), pero nos equivocamos. Su enorme fe todavía dio para hacer caer sobre nuestras cabezas a Pedro Sánchez y su gobierno fantaterrorífico.
Parece que es ahora, en este año de gracia de 2023, cuando finalmente una gran mayoría españoles se ha dado cuenta de que hay que salir de ese error, de esa mentira, de esa fe insensata en el Demagogo. ¡Ya era hora! Ojalá que el 23 de julio aumente el número de los desengañados, de los arrepentidos. Que el poder de arrepentirse es una de las cualidades más bellas del ser humano.